Como
todas las mañanas, mi padre se preparaba para ir a su trabajo, tomó
su desayuno, alistó su maletín, y al paso de los minutos salía a
su rutina que exige una serie de formalismos que bien pueden encajar
en las normas del siglo XIX. Pero hoy era un día diferente.
Al vestirse,
antes de tomar su camisa y su corbata, puso el amor y la ilusión por
encima de todo, porque el fútbol no sabe de formalismos.
Y
así, bajo su “Uniforme de trabajo” llevaba orgullosamente esa
camiseta, esa piel, ese sentimiento que nos hiela la sangre y nos
humedece los ojos cada vez que se escucha el “Oh gloria
inmarcesible” en cualquier estadio del planeta.
Así
iniciaba nuestra jornada.
Una
mancha amarilla se apoderaba de todo el país: trabajadores,
estudiantes, comerciantes, empleados, desempleados, el niño o la
abuela, amanecían con la fe intacta y la ansiedad en el cielo. Se
escuchaban preguntas de toda clase: ¿Será que pasamos?, ¿Polonia
nos podrá ayudar?, ¿En dónde juega Matheus Uribe?, unos más
optimistas se preguntaban si era mejor Inglaterra o Bélgica, y otros
un poco más incrédulos se lamentaban aún por la mano de la Roca
Sánchez.
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Así
llegó la hora del juego, pero la fe y la ansiedad se transformaron
en un miedo latente, que con el paso del primer tiempo y el gran
juego del equipo Senegalés, desconcertaba a los millones de
colombianos que seguíamos el partido desde cualquier parte del país
o del mundo. Final de los primeros 45 minutos, y el miedo se
transformaba en impotencia ante la desesperante presión del equipo
Africano, ante el posible derrumbe de la ilusión que gracias al VAR
vistió de héroe al joven Davinson Sánchez y ante el pobre juego
que se mostraba en el imponente Cosmos Arena; solo nos quedaba la
confianza en las dos P: Pekerman o Polonia.
Inició
el segundo tiempo con un poco más de juego, devolviendo la esperanza
a un país paralizado.
Pasaban
así 59 minutos de juego y con los ojos en Samara pero el auricular
en Volgogrado, Bednarek se convertía en un Colombiano más,
transformando el optimismo en conformismo,
que enmascaraba el miedo haciéndonos girar la cabeza ante un tiro
libre, un tiro de esquina o cualquier acción Senegalés que marcara
nuestra eliminación. Con las manos en la cabeza como
signo
de desesperación, se aplaudía cualquier balón recuperado,
cualquier pase concretado por arriba del círculo central, esperando
que la magia de Quintero, la eficacia y la potencia de Falcao, o la
explosión de Cuadrado nos hicieran quitar ese nudo atragantado
sostenido desde el pasado Domingo; pero hoy la gloria estaba para uno
más, y los partidos los juegan 11 señores, y con un cabezazo
magistral y contundente al piso, Yerry Mina nos hacía llorar de
emoción y gritar con júbilo sagrado el hermoso sonido del Gol.
Abrazos y sonrisas entre conocidos y desconocidos adornaban la
pintoresca celebración del equipo Colombiano que durante 20 minutos
se apoyaron en el arte más difícil y peligroso del fútbol
“Defenderse sin balón”.
Transcurría
el final del partido y los nuestros jugaban con 11 defensores, las
barridas de Muriel y Falcao, los cierres de Mina, Davinson y Carlos
Sánchez, las corridas épicas de Arias y Mojica, el enfriamiento de
juego de Cuadrado, Uribe y Quintero, y las atajadas monumentales de
David Ospina nos daban una clasificación sufrida pero merecida a un
equipo con más “Aguante” que otra cosa. Y así es el fútbol
señores, unas veces justo y otra veces injusto y por más lógico que
sea, el fútbol se gana con goles, pero hoy la selección Colombia
ganó algo más, el agradecimiento de todo un país y la admiración
y respeto del mundo del futbol. ¡Dios bendiga los goles de cabeza!