O
de cómo fue que viví pateando la pelota¹.
Sábado
en la noche. Vuelvo a calzarme los guayos para microfútbol, esos
Umbro que alguna vez pensé en regalar porque “nunca más iba a
utilizar”. Titubeo: sé que, tal vez, no debería hacerlo. Si al
fútbol le debo algo, son las certezas: se sabe cuándo es posible
marcar nada más al patear la bola; al igual que, de entrada, el
cuerpo reconoce cada una de sus limitaciones si de sortear una
gambeta se trata. En mi caso, llevaba unos siete años sin patear un
balón. Pero bueno, cada cosa a su debido tiempo. Que la vida, al
igual que el fútbol, tiene su tiempo, y nunca se sabe de qué lado
andarán las manecillas.
La
luz se va difuminando: el sol, tímido y cesante, baila en tibio son
con la luna, que pasa a ser la estrella principal sobre esa pista de
baile que es el cielo. Mientras tanto, diez personas nos acomodamos
en una esquina del mundo, en un “potrero”, diríamos si fuésemos
argentinos; pero no, somos colombianos. Acá decimos “canchita”,
cuando no se prefiere el impersonal “polideportivo”. Eso sí, no
importa de qué lado del globo sea, si algo sabe el fútbol, es
definir lealtades. Mientras algunos saltan y otros estiramos sin
demasiada convicción, las miradas se cruzan en búsqueda de la
primera y última certeza: que la pelota, tal como lo dijo Maradona,
no se mancha; sino que se honra, hasta que el cuerpo permita seguirse
sosteniendo y no queden rivales, amigos del fútbol, que deseen
continuar con el juego.
http://washingtonpremiersoccer.com |
En
la “canchita”, en el “barrio”, no existen tretas ni marrulla:
no hay patada vana, ni árbitro que mire para otro lado; tampoco hay
chiflidos, ni la algarabía de eso que quiso ser vida y terminó
siendo mero espectáculo. Y es que, el que conoce de microfútbol,
sabe que la misma cancha se resiste a la trampa: su pavimento, áspero
y rocoso, es intolerante al simulacro de las pasiones. Todo el que lo
abraza es porque no tiene otro sitio adonde ir, pues no hay finta que
cruce la tierra sin que exista un defensor dispuesto a pararla. En el
barrio, el que cae es porque ha perdido el equilibro; restándole al
inocente a levantarse tras cada raspadura. Aquí nadie grita, ni
reclama: se vive para la pelota y, por encima de todo, para los
amigos. En cada “toque”, en cada pisada, el balón reclama su
dignidad; asimismo, recuerda que no existe otra forma de ser que no
implique la comunión con el otro, el libre tránsito de cada uno al
tiempo que la bola alcanza al cielo para terminar en la red.
Nada
de esto lo pensé en ese momento. En el instante en que Miguel,
hermano de Francisco –centro defensivo nuestro- y delantero rival
ponía el balón sobre la mitad de la cancha, recordaba el calor de
Neiva, los gritos de la primera infancia, los saltos de “palo a
palo” que se tejían bajo los árboles de mango de la cancha de
Casablanca. Durante esos años, comprendí que un cuerpo sólo puede
ser atemperado por su propio carácter; que no existe otra libertad
que no sea la de aquel que reconoce su ser más propio, su particular
visión del mundo, dispuesta a proyectarse sobre cada uno de los
actos que pretenden ser realizados. En mi caso, quise ser portero
porque entendí que no tenía otro lugar para ocupar…porque, en
cierto modo, debía ser el último que quedase en pie sobre la
cemento. No había otra forma, no existía alternativa: mi lugar, al
ser el más lento y menos hábil con la pelota, era el del último
recurso, atado a los palos, dispuesto a dejar la piel por cada pelota
que fuese en dirección al rectángulo que mis ojos custodiaban.
Carente de talento, el fútbol fue para mí un simulacro de la vida:
allí, bajo al sol de media tarde que espesaba la saliva, aquel niño
supo que no la tendría fácil, que sus méritos serían fruto de la
suerte y el esfuerzo, como el balón que es desviado por la pierna
del compañero y sólo puede ser atajado en el último momento,
producto de los reflejos. El tiempo, tal vez, enseñaría a aquel
niño a pararse en medio del rectángulo, a gritar y señalar a sus
compañeros las posibles jugadas que los rivales podrían llegar a
realizar. Y, siempre, en última instancia, sería capaz de lanzarse
de lleno, con los ojos abiertos, pendientes del balón y el
movimiento de piernas del delantero que se avecinaba.
Si
el fútbol talló algo en mis recuerdos, fue la alegría de saberme
acompañado. No supe de enemigos mientras estaba en una cancha: los
que antes habían sido mis rivales, terminarían por estar en mi
equipo eventualmente. Tanto en la vida como en el fútbol, sólo se
es en virtud de otro, gracias a otro: la pelota educa dicha gratitud,
tanto cuando vuela en dirección al arco contrario o se estrella
contra el travesaño. Ahora, me encontraba casi veinte años después
de aquel momento en el que supe que viviría la vida bajo el clamor
de la pelota: de ese día en que, somnoliento y despistado, aprecié
aquella final de Champions en la que Schmeichell, el más grande de
todos, tranquilizó a cada uno de los ídolos recientes del
Manchester United. Alternaba recuerdos a la par que la pelota
construía su presente: Miguel, pisando la bola mientras esperaba el
descuido de Francisco, anticipó el posible cierre de su hermano y
pateó “a tres dedos”, haciendo que la bola girase como serpiente
despavorida; a la par que uno de sus amigos trazaba una diagonal en
dirección al centro del área, mi área, el sitio al que había
vuelto después de creer que mi rodilla izquierda no lo aguantaría.
Corrí achicando el ángulo de tiro, esperando que aquel se asustase
y rematase directo contra mi cuerpo; pero no, la pelota tiene su
tiempo, y él entendió su gesto: pintó un amague ante el cual casi
quedo desparramado, sin alternativa. Respondí en el último segundo,
guiado más por mi memoria corporal que por la consciencia: saqué la
pierna derecha, punteando suavemente el balón hasta sacarlo de la
cancha.
Cero-cero.
Aún no había empezado perdiendo. Aún podía ganar, así fuese sólo
por ese día. Al levantarme, Francisco, Eduardo y Juan Felipe me
felicitaron: “esa mierda no se olvida, ¡buena, Andrés!”, “¡mis
respetos, huevón!”. Sonreí, lo hice como aquel niño que soñaba
con ver volar el balón sobre el cielo, y recordé sus esperanzas,
que también fueron mías: el Plazas Alcid rugiente, mientras el
“Panda” Tapia, Luis Omar, relataba la entrada del equipo a la
cancha. Lo imaginaba pasándose una toalla blanca humedecida con su
mano izquierda por el rostro, mientras la derecha buscaba a tientas
una lata de Coca-Cola, todo ello sin descuidar el micrófono. Tras un
sorbo, soltaría su frase, esa que inmortalizaríamos cada uno de los
aspirantes a futbolista que veíamos el Calcio italiano: “¡así
empieza el fútbol, el deporte más hermoso del mundo!” para, acto
seguido, narrar la formación: “en el arco, con el número 1,
Andrés Cabrera. Don Bizca, ¿qué podemos esperar de él?”
exclamaría, “lo de siempre, un arquero agresivo en el área, no
muy hábil de piernas ni ágil en sus movimientos, pero seguro en los
mano a mano y la pelota parada. Lo que es pararse inteligentemente
bajo los tres palos, Luis Omar”. Y, tras las cornetas y tamboras,
saltaría corriendo a la mitad de la cancha, vistiendo de negro, un
extraño de pelo largo y bandana. Su apariencia rememoraría a
Fernando Redondo, en el mejor de los casos a Batistuta; eso sí, sus
movimientos pretenderían semejarse a los de Buffon, Peruzzi, Van der
Saar y, ojalá, Schmeichell.
Eso
sería la vida, si la inocencia concibiese que el tiempo es la
variable última a la que amanecen ceñidas las aspiraciones, y ese
niño imaginase sin voltear a mirar la adusta mirada de sus padres,
siempre sensata, triste y realista. En algún punto, ese niño
dejaría sus alas en una tienda de empeño, a la que nunca volvería.
Sus ilusiones, viento que incinera la grama amarilla, se
desdibujarían en eso que los adultos llaman “sentido común”: un
trabajo estable, letrado, que sepultase al mismo tiempo tanto el pan
sobre la mesa como las alegrías más íntimas, esas que una crayola
dejaría en cuadernos que, años más tarde, mi madre juzgaría como
inservibles.
Tiro
de esquina. La pelota rasga la noche bogotana y termina estallando
contra el pie derecho de un jugador del otro equipo. Mis ojos,
persistentes en su empeño por alcanzar el balón, recuerdan al
cuerpo los dos pasos hacia adelante que debía lanzar para, de nuevo,
cerrar el ángulo de disparo, y salto, me lanzo hacia el lado
derecho, que es el único que me resiste tras la lesión de rodilla,
y estiro el brazo: mi mano, titubeante aunque recia, roza la pelota.
Cero-cero.
Todo esto ha seguido, y si bien creí perderme en algún punto, aquel
niño puede estar tranquilo: el adulto que ha terminado por ser no es
tan estúpido, sueña en las noches, y se entretiene con palabras que
se dibujan sobre una hoja que habla de fútbol, pero que es mucho más
que eso. Todo esto lo he vivido. Todo esto, y alguna otra cosa que
habré olvidado, sin dejar de sonreír.
Me
levanto. Vuelvo a sujetar el balón con ambas manos.
Hecho
por: Andrés Mauricio Cabrera Díaz.