martes, 17 de julio de 2018

Memorias del balón


O de cómo fue que viví pateando la pelota¹.

 
Sábado en la noche. Vuelvo a calzarme los guayos para microfútbol, esos Umbro que alguna vez pensé en regalar porque “nunca más iba a utilizar”. Titubeo: sé que, tal vez, no debería hacerlo. Si al fútbol le debo algo, son las certezas: se sabe cuándo es posible marcar nada más al patear la bola; al igual que, de entrada, el cuerpo reconoce cada una de sus limitaciones si de sortear una gambeta se trata. En mi caso, llevaba unos siete años sin patear un balón. Pero bueno, cada cosa a su debido tiempo. Que la vida, al igual que el fútbol, tiene su tiempo, y nunca se sabe de qué lado andarán las manecillas.

La luz se va difuminando: el sol, tímido y cesante, baila en tibio son con la luna, que pasa a ser la estrella principal sobre esa pista de baile que es el cielo. Mientras tanto, diez personas nos acomodamos en una esquina del mundo, en un “potrero”, diríamos si fuésemos argentinos; pero no, somos colombianos. Acá decimos “canchita”, cuando no se prefiere el impersonal “polideportivo”. Eso sí, no importa de qué lado del globo sea, si algo sabe el fútbol, es definir lealtades. Mientras algunos saltan y otros estiramos sin demasiada convicción, las miradas se cruzan en búsqueda de la primera y última certeza: que la pelota, tal como lo dijo Maradona, no se mancha; sino que se honra, hasta que el cuerpo permita seguirse sosteniendo y no queden rivales, amigos del fútbol, que deseen continuar con el juego. 

http://washingtonpremiersoccer.com
 
En la “canchita”, en el “barrio”, no existen tretas ni marrulla: no hay patada vana, ni árbitro que mire para otro lado; tampoco hay chiflidos, ni la algarabía de eso que quiso ser vida y terminó siendo mero espectáculo. Y es que, el que conoce de microfútbol, sabe que la misma cancha se resiste a la trampa: su pavimento, áspero y rocoso, es intolerante al simulacro de las pasiones. Todo el que lo abraza es porque no tiene otro sitio adonde ir, pues no hay finta que cruce la tierra sin que exista un defensor dispuesto a pararla. En el barrio, el que cae es porque ha perdido el equilibro; restándole al inocente a levantarse tras cada raspadura. Aquí nadie grita, ni reclama: se vive para la pelota y, por encima de todo, para los amigos. En cada “toque”, en cada pisada, el balón reclama su dignidad; asimismo, recuerda que no existe otra forma de ser que no implique la comunión con el otro, el libre tránsito de cada uno al tiempo que la bola alcanza al cielo para terminar en la red.
Nada de esto lo pensé en ese momento. En el instante en que Miguel, hermano de Francisco –centro defensivo nuestro- y delantero rival ponía el balón sobre la mitad de la cancha, recordaba el calor de Neiva, los gritos de la primera infancia, los saltos de “palo a palo” que se tejían bajo los árboles de mango de la cancha de Casablanca. Durante esos años, comprendí que un cuerpo sólo puede ser atemperado por su propio carácter; que no existe otra libertad que no sea la de aquel que reconoce su ser más propio, su particular visión del mundo, dispuesta a proyectarse sobre cada uno de los actos que pretenden ser realizados. En mi caso, quise ser portero porque entendí que no tenía otro lugar para ocupar…porque, en cierto modo, debía ser el último que quedase en pie sobre la cemento. No había otra forma, no existía alternativa: mi lugar, al ser el más lento y menos hábil con la pelota, era el del último recurso, atado a los palos, dispuesto a dejar la piel por cada pelota que fuese en dirección al rectángulo que mis ojos custodiaban. Carente de talento, el fútbol fue para mí un simulacro de la vida: allí, bajo al sol de media tarde que espesaba la saliva, aquel niño supo que no la tendría fácil, que sus méritos serían fruto de la suerte y el esfuerzo, como el balón que es desviado por la pierna del compañero y sólo puede ser atajado en el último momento, producto de los reflejos. El tiempo, tal vez, enseñaría a aquel niño a pararse en medio del rectángulo, a gritar y señalar a sus compañeros las posibles jugadas que los rivales podrían llegar a realizar. Y, siempre, en última instancia, sería capaz de lanzarse de lleno, con los ojos abiertos, pendientes del balón y el movimiento de piernas del delantero que se avecinaba.
Si el fútbol talló algo en mis recuerdos, fue la alegría de saberme acompañado. No supe de enemigos mientras estaba en una cancha: los que antes habían sido mis rivales, terminarían por estar en mi equipo eventualmente. Tanto en la vida como en el fútbol, sólo se es en virtud de otro, gracias a otro: la pelota educa dicha gratitud, tanto cuando vuela en dirección al arco contrario o se estrella contra el travesaño. Ahora, me encontraba casi veinte años después de aquel momento en el que supe que viviría la vida bajo el clamor de la pelota: de ese día en que, somnoliento y despistado, aprecié aquella final de Champions en la que Schmeichell, el más grande de todos, tranquilizó a cada uno de los ídolos recientes del Manchester United. Alternaba recuerdos a la par que la pelota construía su presente: Miguel, pisando la bola mientras esperaba el descuido de Francisco, anticipó el posible cierre de su hermano y pateó “a tres dedos”, haciendo que la bola girase como serpiente despavorida; a la par que uno de sus amigos trazaba una diagonal en dirección al centro del área, mi área, el sitio al que había vuelto después de creer que mi rodilla izquierda no lo aguantaría. Corrí achicando el ángulo de tiro, esperando que aquel se asustase y rematase directo contra mi cuerpo; pero no, la pelota tiene su tiempo, y él entendió su gesto: pintó un amague ante el cual casi quedo desparramado, sin alternativa. Respondí en el último segundo, guiado más por mi memoria corporal que por la consciencia: saqué la pierna derecha, punteando suavemente el balón hasta sacarlo de la cancha.
Cero-cero. Aún no había empezado perdiendo. Aún podía ganar, así fuese sólo por ese día. Al levantarme, Francisco, Eduardo y Juan Felipe me felicitaron: “esa mierda no se olvida, ¡buena, Andrés!”, “¡mis respetos, huevón!”. Sonreí, lo hice como aquel niño que soñaba con ver volar el balón sobre el cielo, y recordé sus esperanzas, que también fueron mías: el Plazas Alcid rugiente, mientras el “Panda” Tapia, Luis Omar, relataba la entrada del equipo a la cancha. Lo imaginaba pasándose una toalla blanca humedecida con su mano izquierda por el rostro, mientras la derecha buscaba a tientas una lata de Coca-Cola, todo ello sin descuidar el micrófono. Tras un sorbo, soltaría su frase, esa que inmortalizaríamos cada uno de los aspirantes a futbolista que veíamos el Calcio italiano: “¡así empieza el fútbol, el deporte más hermoso del mundo!” para, acto seguido, narrar la formación: “en el arco, con el número 1, Andrés Cabrera. Don Bizca, ¿qué podemos esperar de él?” exclamaría, “lo de siempre, un arquero agresivo en el área, no muy hábil de piernas ni ágil en sus movimientos, pero seguro en los mano a mano y la pelota parada. Lo que es pararse inteligentemente bajo los tres palos, Luis Omar”. Y, tras las cornetas y tamboras, saltaría corriendo a la mitad de la cancha, vistiendo de negro, un extraño de pelo largo y bandana. Su apariencia rememoraría a Fernando Redondo, en el mejor de los casos a Batistuta; eso sí, sus movimientos pretenderían semejarse a los de Buffon, Peruzzi, Van der Saar y, ojalá, Schmeichell.
Eso sería la vida, si la inocencia concibiese que el tiempo es la variable última a la que amanecen ceñidas las aspiraciones, y ese niño imaginase sin voltear a mirar la adusta mirada de sus padres, siempre sensata, triste y realista. En algún punto, ese niño dejaría sus alas en una tienda de empeño, a la que nunca volvería. Sus ilusiones, viento que incinera la grama amarilla, se desdibujarían en eso que los adultos llaman “sentido común”: un trabajo estable, letrado, que sepultase al mismo tiempo tanto el pan sobre la mesa como las alegrías más íntimas, esas que una crayola dejaría en cuadernos que, años más tarde, mi madre juzgaría como inservibles.
Tiro de esquina. La pelota rasga la noche bogotana y termina estallando contra el pie derecho de un jugador del otro equipo. Mis ojos, persistentes en su empeño por alcanzar el balón, recuerdan al cuerpo los dos pasos hacia adelante que debía lanzar para, de nuevo, cerrar el ángulo de disparo, y salto, me lanzo hacia el lado derecho, que es el único que me resiste tras la lesión de rodilla, y estiro el brazo: mi mano, titubeante aunque recia, roza la pelota.
Cero-cero. Todo esto ha seguido, y si bien creí perderme en algún punto, aquel niño puede estar tranquilo: el adulto que ha terminado por ser no es tan estúpido, sueña en las noches, y se entretiene con palabras que se dibujan sobre una hoja que habla de fútbol, pero que es mucho más que eso. Todo esto lo he vivido. Todo esto, y alguna otra cosa que habré olvidado, sin dejar de sonreír.
Me levanto. Vuelvo a sujetar el balón con ambas manos.

¹ Esta es la primera de una serie de tres entregas sobre el fútbol y la vida.


Hecho por: Andrés Mauricio Cabrera Díaz.

domingo, 15 de julio de 2018

EL FÚTBOL MODERNO


Termina el mundial, el tan anhelado sueño de jugadores, hinchas, amantes del fútbol y otros más amantes del patriotismo. Y con él, termina una serie de sentimientos, alegrías tristezas, impotencia, rabia e incluso venganza futbolística para algunos otros.

Termina el mundial y comienza la ansiedad del hincha de clubes por el mercado de pases, por el miedo a perder a sus figuras o la incertidumbre de nuevos engranajes en metrópolis futbolísticas forjadas con talento y esfuerzo año tras año. Pero es este mercado de pases quien ha forjado un imperialismo vago, injusto y vacío en el mundo del fútbol los últimos años. Imperialismo que se ha encargado de cegar la perseverancia y el hambre de gloria de muchos futbolistas de nuestra generación. El mundial es claro ejemplo de ello, con jugadores quienes sin quitar mérito a su talento, jugaron con la venda en los ojos del mercado de pases por encima de la gloria dorada de sellar esas páginas de la historia que solo escriben 23 jugadores cada cuatro años.

Así, como aquella criticada película protagonizada por Kuno Becker, parece no haber futuro para muchos mas allá de la península ibérica. Parece no haber mas gloria que las casas de Madrid o Barcelona, parece no haber mas futuro que los brazos de Florentino Pérez o Josep Bartomeu, parece no haber más sentido de pertenencia y amor por un club que los colores blanco o blaugrana, y donde el ego, la soberbia y las declaraciones sensacionalistas llenan las portadas de los diarios y pisotean las camisetas, la historia, la confianza brindada por un club y el amor incondicional de una hinchada. 

http://www.contra.gr/Columns/contres/toti-h-ntel-piero.2181254.html


Nada ni nadie es mas grande que la camiseta o la historia de un club, y ante el fútbol moderno hay un enorme vacío entre el amor al balón, el amor a la gloria y el amor al dinero. Siento cariño, nostalgia y orgullo en que mis héroes de niño forjaron historias de clubes durante toda su vida o gran parte de su carrera, y fecha a fecha jugaban con la cabeza y el corazón en el presente y futuro de los colores que defendían. Siento admiración ante esos Del Piero, Zanetti, Bergkamp, Buffon, Maldini, Lampard, Gerrard, Drogba, Totti, Van Der Sar, Rogério Ceni, John Terry, Paul Scholes y los pocos que ustedes quieran agregar a este hermoso grupo, quienes a pesar de terminar cada mundial, jamás terminaron con las ilusiones de sus clubes ni sus grandes hinchadas y que con el dolor mas grande en el alma no volveremos a tener gracias a la maquinaria del fútbol moderno.

jueves, 28 de junio de 2018

NUESTRA SEGUNDA PIEL

Como todas las mañanas, mi padre se preparaba para ir a su trabajo, tomó su desayuno, alistó su maletín, y al paso de los minutos salía a su rutina que exige una serie de formalismos que bien pueden encajar en las normas del siglo XIX. Pero hoy era un día diferente. Al vestirse, antes de tomar su camisa y su corbata, puso el amor y la ilusión por encima de todo, porque el fútbol no sabe de formalismos. Y así, bajo su “Uniforme de trabajo” llevaba orgullosamente esa camiseta, esa piel, ese sentimiento que nos hiela la sangre y nos humedece los ojos cada vez que se escucha el “Oh gloria inmarcesible” en cualquier estadio del planeta.

Así iniciaba nuestra jornada. Una mancha amarilla se apoderaba de todo el país: trabajadores, estudiantes, comerciantes, empleados, desempleados, el niño o la abuela, amanecían con la fe intacta y la ansiedad en el cielo. Se escuchaban preguntas de toda clase: ¿Será que pasamos?, ¿Polonia nos podrá ayudar?, ¿En dónde juega Matheus Uribe?, unos más optimistas se preguntaban si era mejor Inglaterra o Bélgica, y otros un poco más incrédulos se lamentaban aún por la mano de la Roca Sánchez. 

http://www.footytube.com/news/senegal-0-1-colombia-world-cup-2018-as-it-happened-63468?ref=hp_trendian
 

Así llegó la hora del juego, pero la fe y la ansiedad se transformaron en un miedo latente, que con el paso del primer tiempo y el gran juego del equipo Senegalés, desconcertaba a los millones de colombianos que seguíamos el partido desde cualquier parte del país o del mundo. Final de los primeros 45 minutos, y el miedo se transformaba en impotencia ante la desesperante presión del equipo Africano, ante el posible derrumbe de la ilusión que gracias al VAR vistió de héroe al joven Davinson Sánchez y ante el pobre juego que se mostraba en el imponente Cosmos Arena; solo nos quedaba la confianza en las dos P: Pekerman o Polonia.

Inició el segundo tiempo con un poco más de juego, devolviendo la esperanza a un país paralizado. Pasaban así 59 minutos de juego y con los ojos en Samara pero el auricular en Volgogrado, Bednarek se convertía en un Colombiano más, transformando el optimismo en conformismo, que enmascaraba el miedo haciéndonos girar la cabeza ante un tiro libre, un tiro de esquina o cualquier acción Senegalés que marcara nuestra eliminación. Con las manos en la cabeza como signo de desesperación, se aplaudía cualquier balón recuperado, cualquier pase concretado por arriba del círculo central, esperando que la magia de Quintero, la eficacia y la potencia de Falcao, o la explosión de Cuadrado nos hicieran quitar ese nudo atragantado sostenido desde el pasado Domingo; pero hoy la gloria estaba para uno más, y los partidos los juegan 11 señores, y con un cabezazo magistral y contundente al piso, Yerry Mina nos hacía llorar de emoción y gritar con júbilo sagrado el hermoso sonido del Gol. Abrazos y sonrisas entre conocidos y desconocidos adornaban la pintoresca celebración del equipo Colombiano que durante 20 minutos se apoyaron en el arte más difícil y peligroso del fútbol “Defenderse sin balón”.

Transcurría el final del partido y los nuestros jugaban con 11 defensores, las barridas de Muriel y Falcao, los cierres de Mina, Davinson y Carlos Sánchez, las corridas épicas de Arias y Mojica, el enfriamiento de juego de Cuadrado, Uribe y Quintero, y las atajadas monumentales de David Ospina nos daban una clasificación sufrida pero merecida a un equipo con más “Aguante” que otra cosa. Y así es el fútbol señores, unas veces justo y otra veces injusto y por más lógico que sea, el fútbol se gana con goles, pero hoy la selección Colombia ganó algo más, el agradecimiento de todo un país y la admiración y respeto del mundo del futbol. ¡Dios bendiga los goles de cabeza!

lunes, 18 de junio de 2018

MÉXICO LINDO Y QUERIDO


Ha pasado poco más de un mes desde que conocí por primera vez aquella tierra “Donde el sol pega duro y baja despacio”, tal vez sean pocos los que conocen esta frase, pero para los muchos que la desconocen, señores, hablo de la hermosa tierra mexicana.

Y es aquí, donde mi amor por el futbol me llevó a una  experiencia un poco apática para los más fervientes del fútbol sudamericano, conocer el fútbol mexicano. Debo aceptar que mi único contacto con el fútbol mexicano habían sido sus participaciones (mejores que las de muchos equipos de Sudamérica)  en copas de la Conmebol, sin embargo esta vez sería diferente, esta vez yo estaría de visita y debía vivir y sentir la pasión como el país que me acogía.

Como es costumbre en los sudamericanos, llegué al estadio unas horas antes del partido (la primiparada paga), y luego de casi 3 horas y faltando 5 minutos del pitazo inicial, tuve una compañía numerosa en la tribuna “Palomar” (algo así como occidental en el Campín). Al salir los equipos se escucha cómo un canto de guerra a todo pulmón, aquel Goya que llena de honor no solo a los hinchas de Pumas sino a todo integrante de la UNAM, seguido del canto del himno a la Universidad que ante los ojos del equipo visitante veían en él, un Haka Maorí de no menos de cuarenta mil personas.

Inició el partido con la esperanza de medio Distrito Federal de alcanzar la semifinal del torneo Clausura de la liga mexicana, pero al frente estaba la otra mitad y con ellos mi simpatía ante el gol al primer minuto de juego del equipo visitante. Guerra de porras (sinónimo de barras y cánticos al futbol sudamericano), emociones, tristeza, ilusión y desilusión para muchos, así transcurrió el partido que finalizó 4-1 a favor del visitante. Las caras largas se apoderaban del túnel de salida pero  en mi retina quedó la pasión y el orgullo con que los “manitos” viven el deporte de los Dioses. Pasión que se apoderó del corazón y la garra de 11 jugadores quienes hicieron del 16 de Junio una día de júbilo no solo para el orgullo de 133 millones de Mexicanos, si no para el fútbol latinoamericano.




Y no,  no señores, lamento contradecir a quienes alimentaban los murmullos de oficina en las mañanas con su café en mano, pero  Alemania no estaba confiada ni tampoco es un golpe de suerte, porque el mérito es de 11 hombres batidos en la cancha como guerreros teotihuacanos, el mérito es del planteamiento de un hombre resistido por muchos, el mérito es de todos los hinchas mexicanos que con el canto ensordecedor de “Cielito lindo” ahogaban los gritos de gol de los actuales campeones del mundo, el mérito es de todos los corazones mexicanos que a más de 10 mil kilómetros de distancia estuvieron paralizados durante 90 minutos, y de todas las personas que como yo, se enamoraron de una tierra, una cultura y un futbol creado por los mismos Dioses Mayas y que entre todos podemos decir hoy ¡¡VIVA MEXICO CABRONES!!.

Twitter: @lacasacadel10
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martes, 12 de junio de 2018

“EQUIPO CHICO POR SIEMPRE”


Tal vez sea muy tarde para escribir estas palabras, pasadas 4 noches de una final que quedará en la retina para los amantes del fútbol nacional, o por el contrario, tal vez sea muy temprano, a dos días del gran sueño y el capricho que no nos deja trabajar, estudiar o incluso dormir a los amantes de la pecosa. Sea cual sea el caso, no es mentira para nadie haberse sentido identificado alguna vez con los David del fútbol (independiente de ser un nombre de reyes del balón), que con valor, coraje, y como dicen los argentinos “Aguante” nos han hecho emocionar, vibrar, gritar, y hasta a los mas incrédulos desviar la mirada así sea por curiosidad, ante grandes hazañas vividas contra los Goliath del balonpié.

Podemos ser amantes de los llamados grandes, si es en Colombia: Millonarios, Nacional, América de Cali o Junior de Barranquilla, o bien sea de los titanes históricos del fútbol: Real Madrid, Barcelona, Liverpool, Manchester United, Bayern Munich, Juventus, Milan, Inter de Milan, River Plate, Boca Juniors y los pocos que puedan hacer parte de este selecto grupo; pero ¿quien no se ha emocionado y ha regalado parte de su corazón a esas sorpresas que hacen de este deporte una historia de amor?. Desde niño aprendí gracias a mi padre a no desprestigiar al mas pequeño, desde las “pollas mundialistas” que entre sueños no tan descabellados daban como ganador del mundial a la Croacia de Davor Šuker, hasta empezar a vibrar con los partidos de la “Marea Roja” en Corea-Japón 2002, cuyas historias crearon una generación de soñadores en el césped. Soñadores que hicieron sacar una lagrima a mas de un Colombiano aquella noche del 1 de Julio del 2004 con el Once no tan perfecto pero si ideal del profe Montoya. Soñadores que pusieron a todo un continente a hinchar dos años seguidos por un Liga de Quito casi desconocido, hasta que ese al que apodan “Patón” lo puso en lo mas alto de Sudamérica. Soñadores que un poco mas lejos, pero no de otro planeta acabaron con una hegemonía del régimen futbolístico de la península ibérica y que partido tras partido alimentaban con su uniforme rojiblanco la vista incrédula del mundo del fútbol. Soñadores que volvieron amantes del fútbol inglés a aquel que tal vez no sabía que era un fuera de lugar, con las jugadas de Riyad Mahrez y los goles de un “aparecido” Jamie Vardy que pisotearon las grandes chequeras del mundo británico.

Tal vez sea muy tarde para escribir estas palabras pero gran parte de Colombia gritó aquel gol de Marco Pérez con el cual el Deportes Tolima se coronó campeón ante un grande de nuestro país, pero sé que aún estoy a tiempo para pedir que un “Equipo Chico” nos robe el corazón durante los próximos 30 días. Y si es así que se denominan a los equipos soñadores, a quienes nunca bajan los brazos, a quienes emocionan no solo sus hinchas si no a todo un país o a todo un planeta quiero que mi equipo sea “EQUIPO CHICO POR SIEMPRE”.

Memorias del balón

O de cómo fue que viví pateando la pelota ¹.   Sábado en la noche. Vuelvo a calzarme los guayos para microfútbol, esos Umbro que al...